miércoles, 8 de julio de 2009

Gol soñado

Pésimo jugador de fulbo era Pintin en su niñez. Este pibe alto, rellenito, algo introvertido y extremadamente torpe no tenia control del balón, era incapaz de acertar un tiro al arco y no demostraba mayor habilidad para atrapar pelotazos ajenos. A pesar de esto, su madre, llena de buenas intenciones pésimamente enfocadas, insistía en mandarlo -por no decir que lo obligaba- a la escuelita de fútbol barrial “2 de Abril”, so pretexto de que corriendo algunas horas a la semana se le iba a arreglar lo deforme de sus pies planos como empanadas.
Esta orgullosa institución, del seno de la cual emergieron a la luz superestrellas de la magnitud de el “Polaco” Marasco –cuyas hazañas “futbolísticas” es mejor no mencionar ahora, ni en ninguna otra ocasión-, lo aceptaba a Pintin en sus filas de mala gana, pero en conformidad con los pobres pesos que la vieja aportaba todos los meses a la caja de la cooperadora.
Aún con la cuota al día, el pobre niño estaba condenado a la eterna suplencia, tanto en los partidos del campeonato como en los entrenamientos.
Su lugar en el banco estaba bien definido: era segundo suplente de defensor. Para este rol Pintin contaba, a falta de habilidad, con el rústico recurso de su contextura física, y a fin de aprovechar de él al menos esta condición en el improbable caso de que una circunstancia mayor obligara al entrenador a meterlo al partido, también su estrategia de juego estaba definida: consistía sencillamente en atravesar, de la manera mas violenta posible, su relativamente voluminosa figura en el camino del delantero contrario. Con suerte, este movimiento podría romper la jugada ofensiva del rival, o en su defecto, alguno de sus huesos. El estratega de tan genial maniobra defensiva, que rara vez se puso en práctica, no podía ser otro que “el Polaco”, aquel intrascendente héroe barrial, que esquivando el stress, las presiones, y la sobriedad de la primera división, en un acto sublime de humildad, se ganaba la vida como director técnico y entrenador del equipo.
De más esta decir que al niño no le gustaba nada este puesto… hubiera preferido jugar de volante, o delantero… pero ser morrudo y pagar la cuota no alcanzaba para competir por el puesto con el hijo del entrenador, y él no tenia, al menos en apariencia, nada más que eso para ofrecer al equipo.

Así sucedían frustrantes las tardes de lunes y miércoles. Después de diez vueltas a la cancha, dos minutos de salto rana, veinte o treinta abdominales y el vital estiramiento de piernas, comenzaba el picadito; y Pintin, el mas innecesario de los suplentes dada la ausencia de un enemigo al cual quebrar, miraba el partido desde el banco masticando como chicle su propia humillación. Cada semana, cada partido, cada puteada recibida por una pelota perdida, era un golpe más a su ya bastante magullada autoestima. Solo una cosa daba fuerzas a este niño para soportar este redundante fracaso, solo un tierno -y ridículo- sueño infantil.

En su casa Pintin miraba fascinado cada capítulo de los Supercampeones. Escrutaba con ingenua profundidad cada movimiento de sus ídolos. Cada jugada, cada dialogo, cada gesto era ávidamente estudiado, todo detalle era fundamental. Estos dibujitos japoneses, habían alimentado en él la fantasía de la existencia de cierta magia futbolística, susceptible de ser encendida mediante la instrumentación de una serie de gritos y firuletes acrobáticos en el preciso instante de pegarle a la pelota. Estaba convencido de ser especial, siempre había sido diferente… solo tenía que buscar dentro de si mismo para despertar ese poder, ejercitarlo y finalmente utilizarlo en la cancha. Su sueño era así posible: Él, el pendejo mas patadura que alguna vez pisó una sociedad de fomento, podía ser un as del balón, el héroe del equipo, la envidia de los demás jugadores…
Así pasaba el resto de sus tardes en soledad practicando el “Tiro del tigre”, “del Rayo”, “del Tiburón” y otros tantos con nombres semejantes; algunos robados directamente de la serie animada, otros inventados por él mismo. Lo mágico de estos “súper” tiros radicaba en su exagerada parafernalia, su compleja e inconfundible pose, y el infaltable grito que los identificaba, indispensable para que la hinchada pudiese entender que estaba ejecutando el tiro del Tigre y no, por ejemplo, el del “Ornitorrinco rabioso”.

Nadie sabrá jamás cuantos domingos de su vida paso este niño reventando pelotazos en la medianera de su vetusta vecina, que salía al patio amortajada siempre con el mismo camisón harapiento a gritarle que se dejara de hinchar las pelotas porque “el domingo es para descansar”. Cuantas veces habrá sido castigado por no desistir… nadie, ni él lo sabe. Lo único que importaba era su sueño, la única cosa que hacia brillar su mirada opaca: clavar un gol en el ángulo que cerrara el resultado de algún partido importante, ver a todos aquellos que se burlaron alguna vez mirando estupefactos, mudos e inertes, la pelota atravesar la red y sellar sus pequeños y deformes pentágonos de cuero en el mugroso paredón del fondo del club. El tiro del lagarto podría hacer eso, estaba seguro. Luego imaginaba la cara del Polaco. Al gordo borracho no le alcanzaría toda la cerveza del barrio para borrarse la sorpresa de la geta. Él, tan seguro de sus decisiones, tan convencido de que su hijo -el polaquito- tenia que jugar de nueve porque era el goleador… y ahora el tronco de Pintin, desde el centro de la cancha, le daba vuelta los esquemas, dejándolo en ridículo frente a toda una tribuna desbordante de los padres más gritones y malhablados de la categoría. Al niño se le deslizaba una sonrisa mientras pensaba, cierta voluntad de venganza se apoderaba de él: se divertía con la idea de humillar al Polaco.

Nadie recuerda tampoco cuantas tardes paso este pibe en el banco, cuantas lo putearon, o cuantas pelotas perdió antes de dejar, sin dar explicaciones, los entrenamientos. Lo único seguro es que jamás tuvo la oportunidad ni los 15 segundos de preparación necesarios para ejecutar en público el tiro del lagarto -consistente en un giro violento sucedido por cierto revoleo de la pierna derecha, emulando la cola del reptil-. Quizás por eso decidió finalmente abandonar el club. Porque si bien Pintin era bastante maduro para su edad, y aunque era muy conciente de su innata incapacidad para maniobrar el esférico, por algún motivo, nunca aprendió a medir el alcance de sus sueños. Así, tal vez, en búsqueda de un entorno más acorde a su estilo, que le diera la posibilidad de maniobrar cómodamente, se haya marchado a algún otro club, en algún otro barrio mas tranquilo, probablemente de algún país asiático. O quizás, convencido de que lo único que se necesita para ser feliz es triunfar en alguna cosa, sin importar demasiado en cuál, haya probado utilizar su magia para destacarse en otro deporte cualquiera, de esos que no salen por la tele, lejos de la presión de las madres y los entrenadores borrachos. También es posible, aunque menos probable, que el niño haya aceptado finalmente que la realidad pesa más que los sueños, y se haya acomodado a ella… pero este final seria demasiado triste. Mejor es pensar que el niño, ya terminando su adolescencia, sigue peloteando en el fondo de alguna casa molestando a señoras que quieren dormir con camisones harapientos, y que cada vez esta más cerca de perfeccionar y poner en práctica esa magia tan particular… o no. Ahora que lo pienso bien, quizás esto no sea lo mejor.

lunes, 6 de julio de 2009

Viaje de vida...

Ayer por la mañana era un niño jugando a la orilla del mar
soñando con viajes, con el infinito, con el más allá
con un barco de vela de bandera negra por el mar caribe
defendiendo al débil, matando al traidor.
Con mi cara de malo, mi espada de palo.
Mi musa encantada, mi hada madrina,
mi rumbo triunfal.
Chin chán chin chán ya murió un tirano
con mi espada clavada en su corazón
Ta ra ra ri la princesa cautiva cuelga de mi brazo
el final feliz

Y en el mediodía ya a mi me dolía mi sueño en una armonía de jazz
Ya no veo tan claro al bueno y al malo a veces me parece igual
En mi barco varado en costa lejana,
limpio los cañones ya medio oxidados de agua del mar.
Y me lavo la herida en mi alma dolorida,
sin sueños en frente, midiendo mis fuerzas con la realidad.
Hoy voy a ver si mi cuerpo resiste los embates dementes de la soledad
Y el amor es juego de plebeyos que buscamos ardientes como triunfar.

Mañana por la noche el misterio me habrá abandonado al fin
Los errores y aciertos serán una mano de firme apretar
A todos los piratas que con cicatrices construyen la aurora
el día que el mundo nos deje de ahogar
en el cuarto de arriba los muertos y vivos todos reunidos en sana locura vamos a cantar:

eta

ikusiko, nire herria askatuta
helburuak beteta.
Jokatzen beti aurrera,
izango naz. Nahiz bizirik
nahiz hild. Haizean argi bat
beti piztuta


Mezo Bigarrena